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Viaje al corazón del vino mexicano

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Ensenada de Todos Santos, en Baja California, es la puerta de entrada a los valles de San Antonio de las Minas, Guadalupe y Santo Tomás, hoy por hoy la zona vitivinícola más importante del país. Desde aquí, y a cuenta gotas, tal y como circula el agua en esta hermosa región, el vino mexicano ha ganado prestigio a nivel nacional e internacional. Quedan muchas batallas por librar, algunas de ellas esenciales para la sobrevivencia misma de la zona. Pero como reconocen todos y cada uno de los productores: el del vino es un negocio lento.

Por Gerardo Lammers / Fotografías de Carlos Valenzuela

Las playas de Ensenada son pedregosas, célebres por sus olas altas, ideales para la práctica del surf. Sin embargo, en este sábado de abril, dichas olas brillan por su ausencia. La situación se presta para que Hugo D’Acosta, el revolucionario vitivinicultor de la bodega Casa de Piedra, hable sobre la importancia de adaptarse al momento.

Estamos en un jardín sobre una pequeña colina con una vista envidiable a las frías aguas del Océano Pacífico. Bebemos una cerveza mientras esperamos a que se le dé el banderazo de salida a una parrillada de almejas y mejillones, a la que están invitados estudiantes de la Universidad Autónoma de Baja California, un grupo de chefs internacionales y acuicultores de la zona.

La brisa fría que normalmente refresca la costa tampoco se siente: de hecho el aire está caliente y viene, según reportan los que saben, del desierto, lo que podría ser un indicio de que se aproxima un viento que aquí es conocidos como Santana y que puede ocasionar incendios en el monte.

Al igual que el viento Santana, D’Acosta también tiene su lado incendiario.

Antes de llegar a Ensenada no teníamos mucha información sobre su persona. Básicamente sabíamos que sus vinos habían cobrando una inusitada reputación en reducidos círculos del DF, Guadalajara y Monterrey. Y que los precios resultaban prohibitivos para los bolsillos de muchos consumidores.

Tal vez por eso nos sorprendió encontrar a un tipo de huaraches y pantalón de mezclilla, hablando como lo haría un estudiante de ciencias políticas de la UNAM.

Hugo D’Acosta y su esposa Gloria Ramos, en la Casa de Piedra

—No se puede vivir en esta parte del mundo y no ser un individuo politizado.

D’Acosta se considera apartidista y, para muestra, dice que no piensa ir a votar en las próximas elecciones. No en vano una de sus etiquetas lleva el nombre de Ácrata (“sin gobierno”, de la bodega Aborigen, proyecto paralelo a Casa de Piedra) y otra más, el de Fecha 2 de octubre (proyecto conjunto con Álvaro Ptanik), el día de la matanza de estudiantes en Tlatelolco, en 1968.

Originario de la Ciudad de México, D’Acosta es un tipo espigado y moreno, de rostro impasible. Por momentos parece que al igual que su bodega, él también está hecho de piedra.

Estudió viticultura y enología en Francia e Italia antes de regresar a México a principios de la década de 1980. Luego de trabajar para la compañía El Vergel, en Torreón (donde conoció a Gloria Ramos, su esposa, actual encargada de la comercialización de sus vinos), y de probar suerte en el valle de Napa, en California,  en 1988 recibió una invitación para incorporarse a bodegas Santo Tomás. Fue en tierras peninsulares donde los frutos de su trabajo comenzaron a ser visibles. Sus doce años en Santo Tomás -la bodega más antigua de la región, que recién celebró sus 120 años- sirvieron de escuela tanto para él como para una nueva generación de jóvenes productores. Lo siguiente fue crear su propia empresa y un poco tiempo más tarde, un taller de oficios en El Porvenir (en el que, entre otras cosas, se enseña a hacer vino), significativo nombre para una de las tres poblaciones del Valle de Guadalupe.

De esta forma, D’Acosta se ha convertido en un exitoso vitivinicultor que cada vez se diversifica más (fuera de México incluso) y, a la vez, en un generoso asesor para un grupo cada vez más numeroso de personas, aficionadas y profesionales, algunas de las cuales se han subido a la ola del vino boutique mexicano: producciones no muy elevadas con una calidad notable. Esta Categoría refleja el potencial y la apuesta de una región que no puede crecer todo lo que quisiera debido a un hecho indiscutible: la falta de agua.

Monte Xanic, en el Valle de Guadalupe

Y sin embargo, el Valle de Guadalupe es esplendoroso.

Una forma de comprobarlo es yendo a visitar las plantaciones y las bodegas del gigante L. A. Cetto, que este año celebra sus primeros 80 años, edad que en términos enológicos es como la de un chiquillo que empieza a dar sus primeros pasos y que, por lo mismo, hace que el asunto de la denominación de origen para esta región deba tratarse con mucha calma. Aún falta historia.

Nos recibe el ingeniero Joaquín Leyva, gerente de la planta, que labora para esta vinícola desde 1974. Califica el momento que atraviesa el vino mexicano como “idóneo”. Y ante la pregunta sobre el auge de los vinos boutique, contesta que ellos también tienen su propia línea, la única que se embotella aquí en el valle (el resto se transporta a Tijuana). Añade:

—Que seamos una empresa grande no es pecado.

El nombre L. A. Cetto alude a las iniciales de don Luis Agustín Cetto, hijo de don Ángelo Cetto, un italiano que nació con el siglo xx y arribó en 1924 a tierras americanas en pos del sueño mexicano. También son las iniciales de Luis Alberto Cetto, quien actualmente dirige la empresa desde la Ciudad de México, y son también las de su hijo Luis Ángelo, de apenas 12 años. Estamos hablando, pues, de una de las dinastías vitivinícolas más importantes del país.

Con 1,300 hectáreas de viñedos, repartidos en cuatro ranchos (Valle de Guadalupe, San Antonio de las Minas, San Vicente y Tecate), L. A. Cetto produce un promedio de nueve millones de litros al año, es decir, un millón de cajas. Además, el italiano Camilo Magoni, enólogo de toda la vida de esta casa, dispone de un arsenal de variedades para experimentar con años de anticipación las nuevas combinaciones que saldrán al mercado.

Esta capacidad de producción es lo que hace posible a L. A. Cetto ofrecer vinos muy accesibles.

—No tenemos competencia en la relación calidad-precio —apunta Leyva—, hacer cultura en el consumo del vino es difícil con vinos de 500 pesos o más.

Hasta estas instalaciones llegan autobuses de visitantes. En ocasiones especiales se suelen colocar las banderas de los 30 países a los que L. A. Cetto exporta sus vinos.

La propiedad de esta vinícola termina sobre un cerro poblado por olivos (el clima mediterráneo de estas partes es propicio tanto para viñedos como para olivares), donde se han construido una serie de explanadas en desnivel. Desde uno de los balcones se asoma un ruedo taurino, pero lo que atrapa la atención es el paisaje que se abre ante el espectador: una cuadrícula de cientos de hectáreas sembradas con viñedos. Las primeras 500 son de L. A. Cetto, pero la panorámica se completa con muchas más hasta perderse en el horizonte. Se entiende entonces la preocupación de las cuatro asociaciones de vitivinicultores del área para legislar sobre el uso del suelo. El consenso dice no a las industrias con chimeneas que puedan ensuciar la tierra, el aire y el agua.

No esperábamos encontrarnos con las voluptuosas cúpulas de la catedral de San Basilio en pleno Valle de Guadalupe. Pero ahí están, perfectamente trazadas sobre la salpicadera de una camioneta, estacionada bajo un sauce. Y un mensaje: “Conserve el agua, tome vino”.

—Es mi eslogan, lo tengo registrado—, dice un corpulento hombre de rasgos caucásicos en perfecto español e inconfundible acento bajacaliforniano.

David Bibayoff, un ruso muy mexicano

Se trata de David Bibayoff, de 62 años, descendiente directo de la comunidad de rusos molokanes (“bebedores de leche”) que llegaron a estas tierras a principios del siglo xx, según lo autorizó Porfirio Díaz, y que retomaron el cultivo de la vid y la elaboración de vinos, labor iniciada en la península por misioneros jesuitas —y proseguida por franciscanos— desde fines del siglo xvii. Se reconoce a los rusos como los primeros vinificadores del Valle de Guadalupe.

Después de un breve tour por su museo particular, un cuartito con piso de cemento donde un par de maniquíes exhiben trajes típicos rusos junto a una mesa con un viejo samobar (las paredes están cubiertas por fotografías en blanco y negro de toda su parentela, incluido un bello retrato de su madre), vamos hasta el extremo del rancho, sembrado en su tercera parte con viñedos de distintas variedades, incluida la uva de mesa.

A los pies del cerro y a sólo 20 kilómetros del Pacífico, este ruso-mexicano construyó su bodega. Su producción es pequeña: sólo mil cajas al año.

Un refrescante vasito de vino blanco (chenin blanc-colombard), espumoso por la presión con que ha sido servido directamente del tanque metálico de fermentación, nos pone en sintonía para escuchar desternillantes anécdotas, chistes casi, de indios y rusos en el valle.

Dueño de un sentido del humor más grande que su propiedad de 100 hectáreas, Bibayoff da a probar varios de sus tintos, sacándolos directamente de sus barricas con un instrumento que se le conoce como “ladrón” al que rebautizó con el nombre de un ex presidente mexicano. Habla del nebbiolo como su vino estrella, pero es verdad que el moscatel que hace no canta mal las rancheras.

Afuera, pide consejo sobre los colores adecuados para el piso de un área semicircular multiusos donde, según sus cálculos, cabrán 600 personas. A sólo unos pasos de distancia construye unos baños de muy buen tamaño para que no haya quejas.

Como muchos otros pequeños vitivinicultores de la zona, Bibayoff está haciendo una significativa inversión para recibir a los turistas que vendrán en agosto a celebrar las fiestas de la vendimia. La llamada “ruta del vino”, inspirada en el valle californiano de Napa (segundo destino turístico de California después de Disneylandia), ya está trazada, los señalamientos están colocados y, poco a poco, su fama comienza a esparcirse por el territorio nacional y también por el sur de los Estados Unidos. Con una superficie cultivada de cuatro mil hectáreas de viñedos, el Valle de Guadalupe es pequeño comparado con las grandes regiones del mundo (Burdeos tiene 180 mil hectáreas, por ejemplo). Sin embargo, sus fiestas ya figuran en el mapa.

Bibayoff se pone serio por unos instantes para hablar del problema del agua. Como agricultor sabe perfectamente lo que las reservas del valle están disminuyendo de manera escandalosa.

El principal problema radica en que Ensenada y sus más de 400 mil habitantes se surten desde hace casi 25 años de los mantos acuíferos del valle de Guadalupe, según un acuerdo que se hizo en tiempo de Ernesto Ruffo Appel, el primer gobernador panista de México. La situación ya se volvió insostenible (dicho acuerdo era sólo por dos años).

Bibayoff, que se ostenta como el primer título profesional del valle (es ingeniero agrónomo), fue nombrado por sus colegas como presidente del comité de aguas. En su opinión, la solución consiste en que el valle de Guadalupe le cierre definitivamente la llave a Ensenada y que esta ciudad, cabecera del municipio más grande de México, se provea de agua dulce mediante plantas que desalinicen el agua del mar.

Ensenada es la ciudad con la mayor densidad de científicos de todo el país. Entonces, ¿por qué no se ha hecho esto antes? Entre otras cosas porque la tecnología que se requiere para quitarle la sal al océano sigue siendo muy costosa.

Hans Backoff, siempre elegante

A estas horas del mediodía, la neblina se ha disipado y el sol cae a plomo.

En lo alto de un promontorio, desde donde se divisan sus 60 hectáreas de viñedos, se encuentra un edificio cuadrangular, cuya silueta recuerda a un palacete griego. Se trata de Monte Xanic, una de las bodegas más vigorosas y que ha consolidado en muy poco tiempo un gran prestigio a nivel nacional.

Fundada en 1988, esta empresa fue la iniciadora del concepto de vinos boutique el país. Desde entonces, la apuesta del enólogo mexicano de origen alemán Hans Backoff ha sido producir, usando la más alta tecnología, vinos en un estilo europeo, afrancesado, de guarda amplia, para el mercado nacional.

Con una producción que sigue estando por debajo de las 50 mil cajas anuales, el éxito de esta apuesta es particularmente llamativo, pues aportó su granito de arena para cambiar la percepción de miles de consumidores con respecto a la calidad del vino mexicano. “Xanic”, palabra huichola que significa “flor que brota con las primeras lluvias” se ha convertido en sinónimo de un vino mexicano —blanco y tinto—, a la altura de cualquier vino español o francés en el mismo rango de precios.

En el interior de la bodega se respira una intensa actividad. Arriba del área de embotellado, hay un tapanco de madera sobre el que está montada la sala de degustación.  Detrás de la barra encontramos a Karola Saenger, una encantadora rubia que descorcha un chardonnay, heladito, que nos parece insuperable.

En eso llega un autobús de estudiantes provenientes de la Universidad de Chapingo, y Karola nos pide que la acompañemos en su tour.

—Así me van a ver en acción.

La labor de esta energética mujer, una diseñadora de interiores originaria del DF sin las más mínimas intenciones de regresar a la capital, consiste en buen medida en difundir la cultura del vino, algo que todos los productores bajacalifornianos saben que es fundamental para que esta industria prospere.

A los pies del promontorio, junto a un relajante espejo de agua, entramos por una puertecilla a lo que simula ser una gruta. Es una gigantesca cueva, o mejor dicho cava, oscura, fría y húmeda, con capacidad para 8 mil barricas, pero que en la actualidad se basta con 2 mil. El muro principal fue dejado con los relieves ocasionados por el barreno. El ejército mexicano necesitó de tres toneladas de dinamita para perforar la roca.

Y, aunque por el momento, Karola explica que no tienen pensado crecer mucho más en producción, como una manera de mantener la calidad, Monte Xanic está en tratos con la firma asiática Banyan Tree para desarrollar un hotel de 35 suites de súper lujo, para lo cual se contempla una inversión de 40 millones de dólares.

De nuevo en el Tasting Room, la conversación vuelve a prender, junto a una copa de Gran Ricardo, el vino tinto estrella de esta casa.

San Antonio de las Minas es la primera población que el visitante encuentra saliendo de Ensenada, por la carretera que va a Tecate. Es también el nombre del valle que por razones prácticas se suele incluir dentro del de Guadalupe, aunque hidrológicamente hablando es independiente.

Christoph Gaertner y Joaquín Prieto, dispuestos a quedarse

Luego de un tramo sinuoso pero suave, dominado por cerros copeteados de rocas blancas, el automovilista se encontrará con una recta. Las bodegas irán apareciendo a ambos lados del camino, aunque en ocasiones es necesario tomar sencillos caminos alternos. Tal es el caso de la bodega Vinisterra, donde reposan los vinos Dominó, Macouzet y Vinisterra.

Nos recibe el enólogo suizo Christoph Gaertner, al que vemos salir de una fortaleza de ladrillo rojo. Mientras conversamos con él, una cuadrilla de albañiles trabaja a buen ritmo. Esta próxima fiesta de la vendimia será de estreno para muchos.

Somos la región vitivinícola más pequeña del mundo —dice con marcada pronunciación gutural—, aquí lo único que es grande es la fiesta. Y me parece que es la más grande del mundo.

Gaertner se enamoró primero de una mexicana y después de México. Y luego de un análisis frente al mapa, la pareja apuntó a la Baja California.

Después de trabajar una temporada para bodegas Santo Tomás, Gaertner decidió buscar nuevos aires. Hasta el momento su cepa europea se ha adaptado bastante bien: maneja el slang norteño como cualquier vato de la región.

Le preguntamos por el momento que atraviesa el vino mexicano.

—Estamos en un buen momento, sí. Es una moda, claro, pero con bases. Hace un tiempo no estaba claro si me iba a quedar.

Al rato ya estamos todos en la bodega Tres Ríos, con el ensenadense Joaquín Prieto, que hace los vinos tintos Jalá y Kojaá, nombres tomados de culturas indígenas de esta región, como la kiliwa, en vías de extinción.

Cabe comentar que el tinto Jalá cosecha 2005 que probamos, blend de cabernet sauvignon de Guadalupe y grenache de San Vicente, es uno de esos caldos de los que se suele decir reflejan la salinidad propia de la proximidad de estas tierras con el mar, aunque a Gaertner el tema de los vinos salados de Baja California le sabe a cliché.

El edificio de esta pequeña vinícola —que produce dos mil cajas anuales— es como un búnker miniatura, semienterrado en estos suelos que lo mismo combinan arcilla, roca y arena. Está hecho de un material aislante llamado foam que Prieto fue armando como si estuviera jugando lego.

De pie, frente a una barra sobre la que van surgiendo las botellas como por arte de generosa magia, mientras contemplamos como cae la fría tarde allá afuera, se arma un amistoso mano a mano Vinisterra-Tres Valles en el que se habla de todo, como por ejemplo de la falta de compromiso de los restauranteros mexicanos para apoyar realmente el vino nacional. Después de sesudas discusiones, la gran conclusión de la jornada fue enunciada por Prieto de la siguiente forma:

—El vino es mucho mejor de lo que pensábamos y la situación no es tan buena como se dice.

La sesión concluye en la cava semisubterránea de Tres Valles, donde de nueva cuenta la gentileza de Prieto nos permite probar algunos de sus vinos directamente de la barrica, oportunidad que aprovechamos para degustar, entre otros, de un tinto barbera 100 por ciento, perfumado, ácido, con notas a mucha guayaba. Es una incógnita, aún para el mismo Prieto, saber con qué variedades lo combinará y cuándo saldrá al mercado. Pero una cosa es cierta: nuevos vinos esperan.

Pau Pijoan es un médico veterinario jubilado, de 55 años, que un día tomó la decisión de abandonar el bucólico Distrito Federal y se encontró con que el Valle de Guadalupe podía ser un lugar más habitable que la capital a la que llegaron sus padres, exiliados españoles de la Guerra Civil.

Que alguien llegue hasta su casa, en medio de la nada, supone una ocasión especial. Y para esos eventos, Pijoan siempre está preparado. Detrás de la barra, descorcha sus vinos, que se han ganado la buena fama de ligeros, como la vida que lleva.

—Me gustan los vinos elegantes, sencillos, amables —señala.

Comenzamos, como es costumbre, con un blanco. Un Silvana, que es el nombre de una de sus hijas. Blend de chenin blanc, sauvignon blanc, chardonnay y moscatel.

Le preguntamos por qué mucha gente desestima a los vinos blancos.

—Mucho de la caída de los blancos es porque exageraron en esos chardonnays pesados. Yo aspiro a que puedas pistear con mis vinos sin que te pase nada.

Hay que considerar que la vinificación de los blancos es más costosa que la de los tintos y por eso se hacen en menor cantidad. Y porque esta región es joven y quedan muchos experimentos por hacer.

Salimos al jardín a comer.

Los ceviches de La Guerrerense, el célebre puesto de Ensenada, le van muy bien al blanco. Continuamos con una barbacoa de borrego y tortillas de maíz, que acompañamos de un tinto Leonora 2006, combinación de cabernet sauvignon y merlot.

Los vinos Pijoan, que llevan los nombres de su mujer y sus hijas, son elaborados con uvas de los viñedos Bibayoff y cuentan con la asesoría de Hugo D’Acosta, de quien Pijoan fue alumno en la Estación de Oficios El Porvenir, mejor conocida como la escuelita, uno de los principales semilleros de vinicultores mexicanos en la última década.

Una porra para doctor Pijoan

Las tres grúas gigantescas del puerto de Ensenada lucen como animales fantásticos sacados de la Guerra de las Galaxias. Es el escenario que tenemos frente a nosotros, en este domingo soleado, sin una sola nube en el cielo, en que se lleva a cabo El Festival de las Conchas y el Vino Nuevo. Nos encontramos en la terminal de cruceros. Una línea de stands con carpas blancas recorre una parte del perímetro del sitio, ofreciendo la más reciente cosecha de vinos blancos de la región, así como toda clase de platillos preparados con ostras, perfecto maridaje.

La gente se pasea a sus anchas, portando su copa o su vasito de vino, mientras en un salón improvisado a manera de tienda, el grupo de chefs invitados ofrece una exhibición a manera de charla o clase de cocina.

En una de las mesas encontramos a Hans Backoff, siempre elegante.

Es un día para estar optimistas, y así está él.

—¿Cómo ve el panorama para el vino mexicano?

—Lo veo maravilloso. Mira el entusiasmo —hace un gesto con la palma de su mano—. Este evento lo hicimos sin promoción.

El sol está que quema y Backoff hizo bien en traerse sombrero. Un grupo de muchachas que ha venido desde Tijuana, maquilladas y con vestidos, lo escucha con disimulo. El enólogo de Monte Xanic continúa:

—Veo con muy buenos ojos que haya nuevas vinícolas. No hay un sólo vino bueno, sino muchos. Los mexicanos nos están dando un gran apoyo.

—Con respecto al problema del agua y al manejo que le están dando las autoridades locales y estatales, ¿qué detecta más: corrupción o incompetencia?

Sin dejar de sonreír, Backoff contesta:

—Ninguna de las dos. Estamos teniendo apoyo para resolver el problema.

En su opinión, urge hacer la conexión del acueducto Rosarito-Ensenada, mismo que le surte de agua a Tijuana y que viene desde Mexicali, donde desemboca el Río Colorado.

—Pero si quieres llamar la atención sobre otro problema grave que también tenemos, entonces investiga sobre las toneladas de arena que se están llevando a Estados Unidos para la construcción. Nos están saqueando. De Ojos Negros, del Valle de Guadalupe. Y esas son concesiones federales.

En el campo, los viñedos muestran ya franco crecimiento. De los troncos ásperos y secos hace algunas semanas que brotaron las hojas verdes. Y entre las hojas, ya se ven por ahí algunas flores en forma de diminutos racimos. El ciclo comienza de nuevo.

Estamos en Viñas Liceaga, con el químico Juan Pedro Mendívil, caminando por un surco de tierra que se nos mete en los zapatos como si fuera harina, entre sarmientos de cabernet franc.

Mendívil es un delgado sonorense de apenas 28 años, de los cuales lleva siete laborando en la Viña de Liceaga, una bodega aún pequeña que produce cuatro mil cajas al año, tres mil de tintos y mil de blancos. Aunque la propiedad es de 20 hectáreas, por el momento los cultivos sólo ocupan tres.

Bodega de Paralelo, en Valle de Guadalupe

“Tuve el placer de conocerlo”, dice, refiriéndose a Eduardo Liceaga. Antes de morir, en agosto de 2007, el propietario lo dejó al cargo de la producción. La señora Mirna de Liceaga se quedó al frente.

La sala de degustación, que está decorada en un estilo colonial mexicano, con grandes ventanales, es una de las más frescas y amplias que nos ha tocado visitar. A la orilla de la carretera, hay dos arcos en construcción, que marcarán la entrada a la bodega, según las instrucciones que dejó el propio Liceaga.

—Lo mejor para nosotros es crecer con viñedos —dice Mendívil.

Este joven tiene muy presente el problema del agua, pero se muestra tranquilo. Avisora un buen futuro para el valle de San Antonio de las Minas y para la región en general.

—Veo muchos cerebros trabajando que quieren sus negocios, que quieren sus vinos. Están innovando, están trabajando y han crecido.

El desarrollo de estos valles, según lo refieren los vitivinicultores, tendrá que bordear con cuidado la línea que une la defensa del agua, con los usos del suelo y con una adecuada infraestructura turística y de servicios. La denominación de origen puede esperar.

Se impone un delicado equilibrio.


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